La casa de los abuelos del cardenal José María Caro: un recuerdo de sus raíces

En los alrededores del apacible pueblo de Ciruelos, en Pichilemu, existió una vivienda modesta, hoy derruida, que guarda entre sus ruinas la memoria de una de las figuras más relevantes de la historia católica de Chile: el cardenal José María Caro Rodríguez, primer cardenal de la Iglesia chilena. Allí pasó su infancia, bajo el cuidado y la influencia de sus abuelos Pedro Pascual Caro Gaete y Cayetana Martínez Ríos.

Según el propio cardenal, la casa estaba “situada en [las cercanías del] caserío llamado Ciruelos, al oriente del cerco de la parroquia… La distancia de casa, en la ‘Quebrada de Nuevo Reino’ o simplemente ‘Quebrada’, es de una legua, más o menos”. Aquel entorno rural, marcado por los cerros y quebradas, fue el escenario donde transcurrieron sus primeros años, entre la sencillez y la profunda religiosidad de su familia.

Una vida sencilla en el campo

El hogar de los abuelos Caro-Martínez era un ejemplo de la vida campesina de mediados del siglo XIX. La alimentación era sana y abundante, como recordaba el propio José María Caro: “En el campo, en aquellos tiempos, al menos, la comida era sana y suficiente: buen pan de trigo, buena leche, harina de trigo tostado; no faltaba la carne de vaca, de cordero o de chancho y de aves; se vivía a lo pobre, pero bien.”

La rutina era austera. Escaseaban los aperos y, como relató el futuro cardenal, los desplazamientos se hacían muchas veces a pie, llevando por comida solo un par de tortillas para el almuerzo. Pese a las limitaciones materiales, la vida en el campo estaba marcada por el esfuerzo y la dignidad.

Entre los recuerdos más vívidos de su niñez, Caro evocaba con cariño la pasión de su abuelo por la tierra: “El abuelo era apasionado por tener árboles frutales; plantó dos pequeños huertos, de uno de los cuales logré poca fruta; el otro era una plantación de duraznos de distintas clases.” Aquellos huertos, sembrados con paciencia y esmero, reflejaban la profunda conexión de la familia con la naturaleza, una herencia que marcó al pequeño José María en su amor por lo sencillo y lo esencial.

La vida con los abuelos

En la casa reinaban el respeto, la fe y el cariño familiar. “El abuelo me inspiró un grande respeto, no sólo por el señor Cura, el Subdelegado, el Juez, sino también por los hombres casados. El que antes de casarse era solo fulano de tal, una vez casado llevaba el título de señor. […] Esas lecciones de respeto no las he olvidado en la vida: corresponden a la enseñanza que nos da San Pablo, de que rindamos honor a quien se lo debamos”.

Caro recordaba que la severidad del abuelo con sus hijos contrastaba con la ternura que mostraba hacia sus nietos: “La experiencia muestra la verdad de este dicho: ‘los abuelos que han sido muy severos con sus hijos, son muy querendones con sus nietos’.”

La religiosidad era el centro de la vida familiar. Aunque enfermo de las piernas, el abuelo nunca faltaba a misa dominical, y en casa “jamás se dejaba de rezar el rosario después de la comida”. En la pieza principal, siempre había “un crucifijo y una imagen de Nuestra Señora del Carmen, ante la cual se encendía una vela los sábados”.

La educación también era un valor fundamental. José María aprendió a leer y escribir gracias a su hermana Rita, quien le enseñó el silabario en casa, antes de asistir a una escuela formal.

Hoy, de aquella casa familiar solo quedan murallas deterioradas. Sin embargo, su memoria sigue viva como símbolo de las raíces humildes y profundas del primer cardenal de Chile. En sus muros de adobe y en los huertos que una vez florecieron, se entrelazan la historia, la fe y el espíritu del campo cardenalino: un testimonio del Chile rural que forjó la grandeza de sus hijos.

El director de El Marino Diego Grez, el entonces alcalde de Pichilemu Cristian Pozo y el historiador local Antonio Saldías, durante una visita a la casa en febrero de 2022.